lunes, 16 de diciembre de 2019

(40H) El Imperio Bizantino: Parte VIII de X

Religión en el Imperio Bizantino

Uno de los rasgos más característicos de la civilización bizantina es la importancia de la religión y del estamento eclesiástico en su ideología oficial, Iglesia y Estado, emperador y patriarca, se identificaron progresivamente, hasta el punto de que el apego a la verdadera fe (la «ortodoxia») fue un importante factor de cohesión política y social en el Imperio bizantino, lo que no impidió que surgieran numerosas corrientes heréticas.

El cristianismo primitivo tuvo un desarrollo mucho más rápido en Oriente que en Occidente. Es muy significativo el hecho de que el Concilio de Calcedonia reconociera en 451 cinco grandes patriarcados, de los cuales solo uno (Roma) era occidental; los otros cuatro (Constantinopla, Jerusalén, Alejandría y Antioquía) pertenecían al Imperio de Oriente. De todos ellos, el principal fue el Patriarcado de Constantinopla, cuya sede estaba en la capital del Imperio. Las otras tres sedes fueron separándose paulatinamente de Constantinopla, primero a causa de la herejía monofisita, duramente perseguida por varios emperadores; luego, con motivo de la invasión del islam en el siglo VII, las sedes de Alejandría, Antioquía y Jerusalén quedaron definitivamente bajo dominio musulmán.
Durante el siglo VII, hubo algunos intentos de la Iglesia ortodoxa por atraerse a los monofisitas, mediante posturas religiosas intermedias, como el monotelismo, defendido por Heraclio I y su nieto Constante II. Sin embargo, en los años 680 y 681, en el III Concilio de Constantinopla se retornó definitivamente a la ortodoxia.

La Iglesia ortodoxa sufrió otra crisis importante con el movimiento iconoclasta, primero entre los años 730 y 787, y luego entre 815 y 843. Se enfrentaron dos grupos religiosos: los iconoclastas, partidarios de la prohibición del culto a las imágenes o iconos, y los iconódulos, que defendían esta práctica. Los iconos fueron prohibidos por León III, que ordenó la destrucción de todas las representaciones de Jesús, la Virgen María y de todos los santos, comenzando así las más agrias disputas. Esto no se resolvió hasta que la emperatriz Irene convocó el II Concilio de Nicea en 787 que reafirmó los iconos. Esta emperatriz consideró una alianza matrimonial con Carlomagno que hubiera unido ambas mitades de la cristiandad, pero que fue desestimada.

El movimiento iconoclasta resurgió en el siglo IX, siendo derrotado definitivamente en 843. Todos estos conflictos internos no ayudaron a resolver el cisma que se estaba produciendo entre Occidente y Oriente.
En el siglo IX destaca la figura del patriarca Focio, que por primera vez rechazó el primado de Roma, abriendo una historia de desencuentros que culminaría en 1054, con el llamado Cisma de Oriente y Occidente. Focio se esforzó también en equiparar el poder del patriarca al del emperador, postulando una especie de diarquía o gobierno compartido.

El cisma contribuyó, sin embargo, a la transformación de la Iglesia ortodoxa en una Iglesia nacional. Esto se reforzó más aún con la humillación sufrida en 1204 por la invasión de los cruzados y el traslado temporal de la sede patriarcal a Nicea.

Durante el siglo XIV se desarrolló una importante corriente religiosa, conocida como hesicasmo (del griego hesychía, que puede traducirse como 'quietud' o 'tranquilidad'). El hesicasmo defendía el recogimiento interior, el silencio y la contemplación como medios de acercamiento a Dios, y se difundió sobre todo por las comunidades monásticas. Su máximo representante fue Gregorio Palamás, monje de Athos que llegaría a ser arzobispo de Tesalónica.

Desde finales del siglo XIII hubo varios intentos de volver a la unidad religiosa con Roma: en 1274, en 1369 y en 1438, para conseguir la ayuda occidental frente a los turcos. Sin embargo, ninguno de estos intentos llegó a prosperar.
Cultura y arte

Lengua y literatura    

En los orígenes del Imperio bizantino existió una situación de diglosia entre el latín y el griego. El primero era la lengua de la administración estatal, en tanto que el griego era la lengua hablada y el principal vehículo de expresión literaria. La Iglesia y la educación utilizaban también el griego. A esto debe añadirse que algunas regiones del Imperio empleaban otras lenguas, como el arameo y su variante, el siríaco, en Siria y Palestina y el copto en Egipto.

Con el tiempo, el latín fue definitivamente desplazado por el griego, que se convirtió también en la lengua de la administración imperial. Es significativo que ya en época de Heraclio el título de Augustus, en latín, haya sido sustituido por el de basiléus, en griego. El latín, sin embargo, continuó apareciendo en inscripciones y en monedas hasta el siglo XI.

La invasión del islam y la pérdida de las provincias orientales propiciaron una mayor helenización del Imperio. El griego hablado en el Imperio era el resultado de la evolución del griego helenístico, y suele denominarse griego medieval o griego bizantino. Existían grandes diferencias entre el lenguaje literario, deliberadamente arcaico, y el lenguaje hablado, la koiné popular, muy rara vez utilizada en la literatura.

La literatura, como en general la cultura bizantina en todos sus aspectos, se caracteriza por tres elementos: helenismo, cristianismo e influjo oriental. Helenismo porque continúa la tradición de la Grecia clásica pese a los intentos romanizadores de Justiniano y su sobrino Justino II, que solo alcanzaron al derecho. Cristianismo porque esa fue desde Constantino la religión del Imperio, a pesar de la oposición intelectual hasta bien entrado el siglo VI; influjo oriental por la estrecha relación con pueblos asiáticos y africanos.
La literatura bizantina cuenta con un poema épico en griego popular, el de Digenis Akritas, y con líricos de primer orden como Teodoro Pródromo. Posee unos géneros característicos, como los bestiarios, volucrarios, lapidarios y las novelas bizantinas (Estacio Macrembolita: Los amores de Isinia e Ismino; Teodoro Pródromo, Los amores de Rodante y Dosicles; Nicetas Eugeniano, Las aventuras de Drusilla y Caricles y Constantino Manasés, Aventuras de Aristandro y Calitea). Fue especialmente fecunda en escritores teológicos (como, por ejemplo, Eneas de Gaza), cristológicos y hagiográficos. Repercutió en particular en la literatura occidental la historia de Barlaam y Josafat, divulgada por todo Occidente, en la cual se encuentran alusiones a la vida de Buda.

La historia tuvo representantes eminentes, como Procopio de Cesarea, secretario que fue del célebre general Belisario durante el reinado de Justiniano y a la vez panegirista del emperador en los seis libros de sus Historias y su detractor en la llamada Historia secreta. En la lírica destaca el género del epigrama con figuras como Pablo Silenciario y Agatías, este último antologista e historiador del periodo que siguió a Justiniano. Jorge de Pisidia compuso poesía épica y epigramas. Existe un interesante libro de viajes de Cosmas Indicopleustes. Del siglo VII destaca un historiador, Simocata, que no llegó a la importancia de Procopio; en este siglo se hizo famoso el poeta Romano el Mélodo, autor de himnos religiosos. Entre el siglo VIII y el XI se compila la ya mencionada epopeya nacional Digenis Acritas, compuesta en una lengua semiculta; también se elaboran epopeyas sobre las hazañas de Alejandro Magno y se componen enciclopedias como la Suda, de no siempre acendrada veracidad. Se recopiló en esta época el más importante corpus de epigramática griega que se conserva, la Antología Palatina. El cristianismo entra en el género tradicional pagano con la obra del monje Teodoro Estudita y de la monja poetisa Casia. Algunos emperadores se dedicaron a las letras, como León VI el Sabio, que fue poeta, así como su hijo, Constantino VII Porfirogéneta. San Juan Damasceno compuso tratados teológicos y polémicos en oscuro estilo; el citado Teodoro escribe también sobre la cuestión iconoclasta, así como obras ascéticas y de exégesis.
En el último periodo, desde finales del xi, existe una gran cantidad de literatura polémica religiosa, pero también escriben Focio y Miguel Psellos sobre temas más variados y se propicia un renacimiento de las letras griegas, renacimiento que pasó a Europa con la dispersión de los eruditos bizantinos por la península itálica tras la conquista de Constantinopla por los otomanos. En Italia renacerá el estudio del griego y el Humanismo y de ahí pasará al resto del mundo. Tzetzes escribe poemas didácticos y eruditos. El epigrama alcanza cumbres en Cristóbal de Mitilene o Juan Mauropo. Se escriben novelas en Grecia y proliferan los bestiarios y lapidarios, y crónicas como la célebre Crónica de Morea, que mandó traducir al aragonés el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén Juan Fernández de Heredia. El inquieto e inconformista poeta Teodoro Pródromo escribe cuatro poemas satíricos en la lengua popular y escribe su Catomiomaquia, o Lucha de los Gatos contra los Ratones a modo de parodia épica. Hay excelentes historiadores que dejan testimonio de las Cruzadas, como los hermanos Miguel y sobre todo Nicetas Acominato, Paquimeras, Nicéforo Brienio o su mujer Ana Comneno, princesa imperial autora de La Alexiada, historia de su padre Alejo I Comneno. Durante la época de los Paleólogos la literatura entra en decadencia, pero después surge con fuerza la filología.


Fin de la Octava Parte (8 de 10)
Fuentes: Wikipedia, Afm Elierf
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