Bajo su fuerte dinámica de integración, por un lado, y de los impactos de cambio que transmitía, por otro, las sociedades tribales que previamente vivían en aislamiento a lo largo de la Ruta de la Seda o de pastores que procedían de un desarrollo cultural bárbaro, se sintieron atraídos por las riquezas y las oportunidades de las civilizaciones conectadas por la ruta, entrando en las rutas como merodeadores o mercenarios. Muchas tribus bárbaras se convirtieron en cualificados guerreros capaces de conquistar ciudades ricas y tierras fértiles, y forjar fuertes imperios militares.
A.V. Dybo señaló que «según los historiadores, el principal motor de la Gran Ruta de la Seda no solo eran los sogdianos, sino los portadores de una cultura mezcla sogdiana-túrquica que a menudo provenían de familias mixtas».
La Ruta de la Seda dió origen a agrupaciones de estados militares originarios del norte de China, abriendo el Asia central y China a religiones como el nestorianismo, maniqueísmo, budismo, y más tarde islamismo, y creando la influyente Federación de Jazaria, que al final de su gloria trajo el mayor imperio continental que existió nunca: el Imperio mongol, con sus centros políticos encadenados a lo largo de la Ruta de la Seda (Pekín, en el norte de China; Karakorum, en el centro de Mongolia; Samarcanda, en Transoxiana; Tabriz, en el norte de Irán; Sarai y Astracán, en el curso del Bajo Volga; Solkhat, en Crimea; Kazán, en Rusia central; y Erzurum, en el este de Anatolia), realizando la unificación política de zonas anteriormente libres y conectadas de forma intermitente por bienes materiales y culturales.
En Asia central, el islam se expandió a partir del siglo VII, haciendo un alto en su progresión hacia el occidente chino tras la batalla de Talas en el año 751. Los túrquicos islámicos siguieron la expansión a partir del siglo X, lo que terminó por perturbar el comercio en esa parte del mundo, y acarreando la casi desaparición del budismo en la región. Durante gran parte de la Edad Media, el Califato islámico (centrado en el Cercano Oriente) tuvo a menudo el monopolio sobre gran parte del comercio realizado a través del Viejo Mundo.
La primera referencia escrita sobre la seda que se conoce en la Península Ibérica fue gracias a Isidoro de Sevilla:
La seda debe su nombre, sericus, a que fueron los habitantes de Seres quienes primero la comercializaron. Cuentan que es producida por unos gusanillos que tees sus hilos en trono a los árboles. A estos gusanos los griegos los conocen como bómbykes.
La seda en la Hispania visigoda de Isidoro de Sevilla era un producto exótico. La Valencia romana tardó mucho tiempo en tener noticias de los tejidos de seda orientales. A partir del Califato de Córdoba (929-1031), se puede hablar de la consolidación de manufacturas autóctonas de seda en la península Ibérica.
Fuentes: Wikipedia, Afm Elierf
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