Los enfrentamientos medievales entre cristianismo e islam desataron la épica. Aquellas campañas destinadas a liberar los Santos Lugares del dominio musulmán se desarrollaron desde el siglo XI hasta el XIII, y pasaron a la historia bajo el nombre de cruzadas. Pero, más allá del mito, ¿qué razones llevaron a miles de europeos a participar en estas expediciones? ¿Les movía solo la fe o existían otro tipo de intereses?
En realidad, los motivos para embarcarse en aquella gran aventura fueron tan complejos como diversos, así como las alianzas que se configuraron. Los monarcas y los señores feudales vieron en ellas la posibilidad de incrementar tierras y riquezas, el crecimiento de la población en Occidente tuvo en estas campañas una vía de escape y potencias mercantiles como Génova y Venecia las secundaron para mantener el control de las rutas comerciales amenazadas por la expansión turca.
La conquista de Jerusalén era un objetivo irrenunciable para los cruzados.
No obstante, como afirma el historiador británico Christopher Tyerman, la realidad poseía muchos matices. El afán de lucro existía, pero también el objetivo religioso. Rescatar Tierra Santa de manos del islam fue el gran desafío de la cristiandad en la Edad Media. Y en especial, Jerusalén, una conquista irrenunciable para los cruzados.
El papado sacralizó la guerra contra los infieles, con figuras como Urbano II, impulsor de la primera cruzada. Pero doscientos años de batallas se saldaron con más fracasos que victorias para los cristianos y, finalmente, en 1291 se rindió Acre, la última ciudad en manos europeas.
La caída de Acre, en 1291, supuso el fin de los cruzados en Tierra Santa.
Si en lo militar y lo político los resultados de aquellas expediciones no fueron óptimos para los objetivos de la cristiandad, sus adversarios tampoco alcanzaron la hegemonía en Occidente.
Esta confrontación de mundos tan diversos abrió, además, la brecha de una falta de entendimiento que, en diferentes escenarios geográficos y con distintos protagonistas, se ha perpetuado a lo largo de los siglos. En lo que puede considerarse un ejemplo más de mal uso de la historia, el relato de las cruzadas sigue siendo un argumento recurrente entre las facciones más radicales de ambos credos.
(Texto de Isabel Margarit extraído de lavanguardia.com)
CÓMO OBTENÍAN LOS SEÑORES EL DINERO PARA LAS CRUZADAS
Los nobles y poderosos barones, que tenían en sus manos la explotación de las tierras y de todo lo que producían las ciudades, exigieron cada vez más impuestos y contribuciones.
Los villanos estaban obligados a moler el trigo en los molinos del señor, así como preparar el vino en las prensas y lagares, pero debían pagar por ello.
Las ciudades por su parte, sobre todo los puertos, tenían que pagar enormes impuestos al señor de la ciudad, si querían obtener permiso para comerciar. Pero las exigencias aumentaban a medida que los barones necesitaban dinero para hacer la guerra contra los musulmanes y volvían empobrecidos de Jerusalén.
Después de siglos de soportar esta situación, hubo un momento en que las ciudades, reuniendo una última y enorme suma de dinero, compraron a los barones su libertad.
De esta manera, los comerciantes o burgueses, gracias a su riqueza, pudieron tener tanto o más poder, que los nobles o el clero.
Entretanto, a causa de la debilidad de los primeros reyes de la dinastía francesa, los Capetos, una parte del territorio de Francia estuvo en poder de Inglaterra, pero cuando el poderoso Felipe Augusto se decidió a ensanchar su reino, no hallando resistencia en Juan de Inglaterra, se apoderó paulatinamente de Normandía y de otros territorios de Francia ocupados por los ingleses, de tal modo que parecía querer también, a su vez, conquistar a Inglaterra.
Algunos años después, Simón de Montfort, de origen normando, empezó a dar los primeros pasos y los más difíciles para formar una Cámara de Diputados, donde el pueblo pudiera estar representado; consiguió en parte su objeto, pues el rey de Francia convocó una asamblea nacional en la catedral de Nuestra Señora de París. A ella fueron invitados no sólo los nobles y el clero, sino también, por primera vez, los representantes del pueblo. Pero estos miembros no tuvieron nunca tanto poder como los de la Cámara inglesa, y, además, los reyes de Francia sólo convocaron los Estados Generales trece veces en 500 años, de modo que a medida que iba transcurriendo el tiempo, el poder absoluto pasó lentamente a manos de un solo hombre.
Si malo fue para Inglaterra durante la larga guerra de los Cien Años tener que enviar a millares de sus hombres a morir por el hierro o la enfermedad al otro lado del canal, fue infinitamente peor para Francia, pues en ella se daban todas las batallas; sus ciudades eran sitiadas y saqueadas, sus campos devastados, sus provisiones y tesoros robados. Hay una antigua canción, que todavía se canta en los apacibles campos y huertos de Normandía, cuyo estribillo dice: Jamáis, jamáis, jamáis, les Anglais ne régneront sur nous: “Jamás, jamás, jamás, reinarán los ingleses sobre nosotros”. Esta canción data de cuando Eduardo III trataba de hacerse rey de Francia y, de hecho, se dio a sí mismo este título, y añadió los blancos lirios de Francia a su escudo de armas.
(Texto extraído de escolar.com)
Fuentes: lavanguardia.com (Isabel Margarit), escolar.com, Afm Elierf
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