Pedro de Amiens, el Ermitaño
Clérigo y capellán francés
Pedro el Ermitaño (Amiens, c. 1050 - Neufmoustier, 1115), también llamado Pedro de Amiens, fue un clérigo francés, líder religioso de la llamada CRUZADA DE LOS POBRES, una peregrinación espontánea y armada que a finales del siglo XI intentó avanzar hacia TIERRA SANTA hasta ser rechazada y que sirvió de preludio a la PRIMERA CRUZADA.
Clérigo y capellán francés
Pedro el Ermitaño (Amiens, c. 1050 - Neufmoustier, 1115), también llamado Pedro de Amiens, fue un clérigo francés, líder religioso de la llamada CRUZADA DE LOS POBRES, una peregrinación espontánea y armada que a finales del siglo XI intentó avanzar hacia TIERRA SANTA hasta ser rechazada y que sirvió de preludio a la PRIMERA CRUZADA.
Proclamación cardenalicia: 27 nov. 1095 por Urbano II
Iglesia: Iglesia católica
Nombre: Pedro de Amiens
Nacimiento: c. 1050, Amiens, Somme, Picardía, Francia
Fallecimiento: 8 de julio de 1115 (65 años)
Huy, Lieja, Comunidad Francesa de Bélgica
Iglesia: Iglesia católica
Nombre: Pedro de Amiens
Nacimiento: c. 1050, Amiens, Somme, Picardía, Francia
Fallecimiento: 8 de julio de 1115 (65 años)
Huy, Lieja, Comunidad Francesa de Bélgica
Biografía
Originario de Amiens, ya había recorrido con toda probabilidad lo que el mundo cristiano consideraba Tierra Santa cuando Urbano II lanzó su llamamiento a la cruzada el 27 de noviembre de 1095 tras el concilio de Clermont. La razón que exponía el papa era que tras la conquista de Jerusalén por los turcos selyúcidas a los árabes abasidas en 1073, se había prohibido desde entonces el acceso a los Santos Lugares a los peregrinos cristianos.
Originario de Amiens, ya había recorrido con toda probabilidad lo que el mundo cristiano consideraba Tierra Santa cuando Urbano II lanzó su llamamiento a la cruzada el 27 de noviembre de 1095 tras el concilio de Clermont. La razón que exponía el papa era que tras la conquista de Jerusalén por los turcos selyúcidas a los árabes abasidas en 1073, se había prohibido desde entonces el acceso a los Santos Lugares a los peregrinos cristianos.
Mientras predicaba entre Bourges y Colonia, la elocuencia de Pedro el Ermitaño, hombre por otro lado de diferente cultura, levantó el entusiasmo de miles de cristianos (más de 12.000 hombres) que, al grito de Deus le volt, emprendieron la marcha en mayo de 1096 y llegaron a Constantinopla a finales de julio en donde el movimiento había crecido con personas que se adhirieron en el camino. Tras avanzar hasta Nicomedia Pedro el Ermitaño ante los primeros reveses de su ejército regresó a Constantinopla para solicitar el apoyo del basileo, el emperador Alejo Comneno. Durante ese tiempo, su ejército fue masacrado por los selyúcidas de Rūm, en las llanuras de Civitot (Kibotos), y Pedro el Ermitaño esperó a que los nobles occidentales llegaran a apoyarle, lo que sucedió en mayo de 1097.
Jerusalén fue tomada el viernes 15 de julio de 1099, Pedro fue nombrado capellán del ejército victorioso. Dio un sermón en monte de los Olivos donde exigió a los soldados saquear la ciudad y aniquilar sus ciudadanos infieles desarmados, musulmanes, judíos, mujeres y niños, prometiendo la entrada al Paraíso por tales acciones.
De regreso a Huy (Bélgica) en 1100, Pedro el Ermitaño fundó allí el monasterio de Neufmoustier, en el que murió en 1115
.
Parte Segunda
(Por Franco Cardini, profesor de Historia Medieval)
Lo que el Papa Urbano II no llegó a pensar, o mejor dicho, no se atrevió a formular (una expedición oriental ya estuvo en los proyectos de Gregorio VII), lo dijeron explícitamente, de modo violento o confuso, multitud de “profetas”, predicadores errantes, a menudo al límite de la disciplina eclesiástica, que en aquellos años de renovación, pero también de crisis, vislumbraban señales del fin de los tiempos, de la llegada del Anticristo y la proximidad del Juicio Universal.
(Por Franco Cardini, profesor de Historia Medieval)
Lo que el Papa Urbano II no llegó a pensar, o mejor dicho, no se atrevió a formular (una expedición oriental ya estuvo en los proyectos de Gregorio VII), lo dijeron explícitamente, de modo violento o confuso, multitud de “profetas”, predicadores errantes, a menudo al límite de la disciplina eclesiástica, que en aquellos años de renovación, pero también de crisis, vislumbraban señales del fin de los tiempos, de la llegada del Anticristo y la proximidad del Juicio Universal.
La tradición romántica nos ha movido a imaginar un nombre y una figura descollante en aquel universo de predicadores alucinados: el monje vagabundo PEDRO DE AMIENS, más conocido como PEDRO EL ERMITAÑO. No hay razón para creer que se trate de un personaje imaginario. En realidad es sólo uno, si bien el más famoso, de muchos predicadores itinerantes y sospechosos (muchos de los autores de la reforma de la Iglesia escapaban al control de la autoridad jerárquica) que recorrían los caminos de los peregrinos y los mercados hablando del fin del mundo, de la llegada del Anticristo, de la cercanía del Juicio Universal. Los autores de la reforma habían explotado aquellos afanes “populares”, aquellas instancias en cuya base se encontraba el sueño de una Iglesia pobre y pura. Sin embargo, ahora que se había logrado el control de la Iglesia, tenían interés en extinguir aquellas voces.
Los pobres caballeros
Hubo, en vísperas de la expedición y durante sus preparativos, muchos predicadores como Pedro. De algunos de esos “pobres caballeros” que le apoyaron (¿o le utilizaron?) sabemos incluso los nombres. Esos “profetas” autorizados o tolerados por la Iglesia recorrieron Francia, Germania y puede que la Italia septentrional, en aquel tiempo ya tierra de vigorosa e incipiente cultura cívica, de bulliciosas tensiones urbanas, de extremadas pasiones religiosas al borde de la herejía. Ahora que los prelados reformadores parecían haber ganado la batalla eclesiástica, al sustraer a la Iglesia de la interferencia del poder aristocrático e imperial, los tiempos parecían maduros. El mundo había llegado a la conclusión de su historia, el reino de los Cielos estaba próximo. En Jerusalén se había de cumplir la parusía —es decir, la segunda venida de Cristo— y, obviamente, era necesario personarse allí.
Hubo, en vísperas de la expedición y durante sus preparativos, muchos predicadores como Pedro. De algunos de esos “pobres caballeros” que le apoyaron (¿o le utilizaron?) sabemos incluso los nombres. Esos “profetas” autorizados o tolerados por la Iglesia recorrieron Francia, Germania y puede que la Italia septentrional, en aquel tiempo ya tierra de vigorosa e incipiente cultura cívica, de bulliciosas tensiones urbanas, de extremadas pasiones religiosas al borde de la herejía. Ahora que los prelados reformadores parecían haber ganado la batalla eclesiástica, al sustraer a la Iglesia de la interferencia del poder aristocrático e imperial, los tiempos parecían maduros. El mundo había llegado a la conclusión de su historia, el reino de los Cielos estaba próximo. En Jerusalén se había de cumplir la parusía —es decir, la segunda venida de Cristo— y, obviamente, era necesario personarse allí.
Se organizaron tropas de peregrinos sumariamente armados durante el año 1096, a las que siguieron los “profetas”, y muchos miembros desarraigados de la caballería, los “pobres caballeros”. Grupo heterogéneo éste de los “pobres caballeros”, que reunía aventureros en busca de nuevas tierras y de presas fáciles con sinceros convertidos ansiosos por llevar a buen fin su crisis religiosa. En ese contexto se dieron numerosas matanzas de las comunidades hebreas a lo largo de las cuencas de los ríos Reno y Danubio, que la turba rumbo al este fue encontrándose por el camino. Se tenía a la conversión de los judíos como el primer paso para la unión final de todas las gentes, supuesto de la segunda venida de Cristo. Por otra parte, circulaban rumores por Europa acerca de la amistad entre hebreos y musulmanes, acaso reflejo lejano de la realidad española. Y también, en las ciudades que recorrían los peregrinos, hubo intereses por atizar el fuego, pues se estaban organizando los primeros núcleos de la futura burguesía urbana, que tramaban suplantar a los judíos en la actividad crediticia y en su relación privilegiada, especialmente en Germania, con reyes y obispos.
El desorden acarreó más desorden. Los “cruzados populares” fueron atacados, hostigados y dispersados primero por las milicias episcopales de las ciudades que perjudicaban a su paso, como las tropas del rey de Hungría, a quien no le hizo ninguna gracia que aquella multitud indisciplinada cruzara por sus tierras. Por otra parte, la cristianización de los húngaros, un siglo antes, había sido la llave que había abierto el camino de Europa hacia Constantinopla y Jerusalén.El rey húngaro Coloman no se sustrajo a su deber de custodiar y garantizar el camino recorrido por los peregrinos, y así aquella tropa improvisada de pauperes consiguió pasar a Constantinopla en sucesivas oleadas, en el verano de 1096. El emperador se apresuró a procurarles los medios para que cruzaran el Bósforo. A finales del mes de octubre, y ya en territorio asiático, fueron masacrados por los turcos. Pedro de Amiens y unos pocos supervivientes lograron regresar a Constantinopla en otoño, justo a tiempo para encontrar a las tropas de los barones. Durante toda la cruzada, Pedro siguió encarnando su papel propagandístico. Al regresar a Europa fundó la abadía de Neufmoustier cerca de Lieja, donde falleció en 1115. De la “cruzada popular” poco más se salvó, si acaso el recuerdo de algunos de sus cabecillas, como aquel Emich de Leiningen tristemente famoso por sus feroces masacres de hebreos —comunidad que tanto sufriría también en estos desgraciados episodios históricos—, que parece haber inspirado una leyenda que ha pasado al folclor tedesco y posteriormente a las fábulas de Grimm: el pavoroso cuento de El flautista de Hamelin.
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